Ayer estuve viendo Redes, el programa de Eduart Punset. El sujeto me fascinó, pues aparecía como una imitación de sí mismo. Solo por oír, aún no entendiendo nada, y verle merecía la pena. Estaba entrevistando a un astrofísico inglés, por ello Punset se dirigía a él en ese idioma. Cuando Punset hablaba, por encima de su voz inglesa, se escuchaba su propia traducción castellana, lo que provocaba una dualidad inglesa castellana de sobresalto.
Hablaban del universo. Me fascina. Que sí los exoplanetas o los dos agujeros negros chocando provocando la megaexplosión o la curvatura de no sé qué o las enanas y sobrevolando esas incógnitas la voz de Punset, sus pelos, las gafas, el cuadernillo cutre, la silla siempre baja… El universo me encanta. Eso sí, cuando leo sobre la materia soy incapaz de pasar de la segunda hoja o el tercer párrafo o la cuarta lámina. Brutal. ¿Cómo se puede entender tan poco-nada de una materia que tanto me atrae? Los matemáticos, los astrofísicos y la gente parecida son seres extraños. Su cerebro debe ser desasosegante. Son tan anómalos que, en contra de cualquier lógica, externamente se parecen bastante a los normales.
Tengo guardado un relato corto sobre los universos paralelos. El protagonista vive una controversia. Desde su destierro, me pide la segunda parte de su historia, algo que evite confundirle con un astrofísico (aunque él sea un astronauta). La ortodoxia literaria indica que del relato breve se pasa a la novela corta. ¿Qué ocurre con el relato mediano o la novela cortísima? Mi protagonista anda ahora perdido por allí –punto remoto e indeterminado-, en algún zona ¿inexistente? A veces tengo pesadillas en las que él me reclama su derecho a volver a ser. Me despierto cagadito, sin ni siquiera atreverme a ir al baño, incapaz de volverme a dormir, no tanto por la pesadilla como por la meada pendiente. Incontrovertible.