Hace unos días tuve que acudir a un notario. Los notarios me parecen extraños; son seres vivos, pero no humanos, como también lo son los orangutanes, los macacos o los extraterrestres. Fui para que el notario certificase que yo –Jose Manuel- soy yo –Jose Manuel- y así poder solicitar él, por encargo mío y en mi nombre –Jose Manuel-, un documento sito en otra ciudad. Por su parte, el ser vivo no humano no me acreditó que él fuese él, lo cual me pareció injusto. Yo fui preparado para el desafío de mi autocertificación. Como primer movimiento le saqué un póquer de documentos: DNI, carnet de conducir, abono transporte y mi tarjeta individual de familia numerosa. No le bastó, puso caritas y guardó silencio. Extraje otro documento oficial: el certificado de empadronamiento, y, con satisfacción, formé un repóquer. Apenas se inmutó. Me volví hacía la oficial de la notaria, que se encontraba de pie a mi espalda, y esta, con un levísimo movimiento de la cabeza, de derecha a izquierda, cerró mi atrevimiento. Entonces decidí jugármela con mi última baza: eché mano al bolsillo izquierdo de mi chaqueta y, con impulso contenido, coloqué ante el ser vivo una copia compulsada ante notario (otro notario) del libro de familia. Le desmonté. Comenzó a babear de satisfacción, el temblor de sus manos apenas le permitía acariciar el documento, repleto de firmas, sellos y timbres. Me contempló con reconocimiento y yo le sonreí. Para él yo era yo. ¡Joder,que alivio! Incontrovertible.
