A Luis Gil.
Hasta hace poco tiempo el animal más rápido del planeta Tierra era el escarabajo tigre australiano. Sin embargo, este importante galardón le ha sido arrebatado por un ácaro, concretamente el Paratarsotomus macropalpis. El ácaro es un bicho repugnante y vicioso que, por desgracia, se encuentra en todas partes, incluso en los colchones. Esta inmunda alimaña, con un tamaño similar al de una semilla de sésamo, puede moverse a 322 longitudes de cuerpo por segundo (medida de la velocidad que refleja la rapidez con que un animal se mueve en relación con su tamaño corporal), lo que equivaldría en un ser humano a 2.092 kilómetros por hora, casi 1,9 la velocidad del sonido.
Esta información tan entremetida, por no decir imbécil, fue descubierta por un estudiante de la Universidad de California que pasó todo un verano fiscalizando ácaros, qué ya son ganas, con las playas y las chavalas que existen por allí.
Que un récord tan importante lo tenga un ácaro peludo, parasitario y chupasangre es una ignominia e iniquidad para la Tierra. Así, por ejemplo, cuando dentro de unas centenas de años se celebren los Juegos Olímpicos Planetarios yo no deseo, para nada, que en la prueba de velocidad nos represente un ácaro. Además, ¿para qué necesita un ácaro ser tan rápido? Con esa velocidad en un par de correteos se cae del colchón o de la planta o de la entrepierna donde habitase. ¡Es absurdo!
El anterior animal más veloz era el escarabajo tigre australiano, que con un tamaño de 20 mm alcanza un total de 171 longitudes de cuerpo/segundo. Este coleóptero vive ahora desesperanzado, rozando la depresión. Dentro de poco pasará a ser, de nuevo, uno más de los 375.000 de coleópteros catalogados. Su condición me produce pena: de rey planetario de la velocidad a compañero de nuevo del gorgojo, el escarabajo pelotero y la carcoma. Y es que la fama es efímera. Hoy sí, mañana no. No compensa buscarla.
Esta información la he visto en la revista muy interesante. Hace años que no la leía, pues la información tan sugestiva y fascinante que contiene me causaba adición. Su lectura terminó por ser mi estimulante semanal, el sustituto del sexo y las lentejas. La ojeaba y leía con fruición (sin saber siquiera en aquella época lo que esta palabra significa), incluso fuera del retrete o de la consulta médica.
Ahora no debo engancharme de nuevo a la publicación, esto me acarrearía la necesidad de comentar por escrito sus artículos –como me está ocurriendo ahora con el ácaro-. Mi vida se convertiría en una espiral de lecturas y comentarios que no podría abandonar. Esta vida sin sentido me abocaría a un ictus apoplejético fulminante por sobredosis de averiguamiento. Mi cerebro implosonaría convirtiéndose en papilla, algunas letras, frases y fotografías de las noticias gotearían desde mi nariz, oídos y boca y el olor a chamuscado brotaría por mis axilas. Lógicamente este suceso saldría en la portada de la revista muy interesante: “A un español le explota la cabeza de placer por leer nuestra revista”. Me haría famoso y reputado. ¡Glorioso y celebre! Sesudos neurocirujanos estudiarían mi cráneo privilegiado y mi mujer aprovecharía para librarse de mí, ¡por fin!, donando mi cuerpo a la ciencia, aunque siguiese vivo. Sin embargo, una semana después otro número de la revista aparecería y mi noticia quedaría relegada a la página trece, apenas dos columnas, para otra semana después desaparecer del tabloide. La fama es efímera. Hoy sí, mañana no. No compensa buscarla. Pregúntale al escarabajo tigre australiano. Incontrovertible.