El curso pasado cumplí veinte años llevando y trayendo niños al colegio (guardería, colegio) a diario, propios y también ajenos, primero en brazos, después en cochecito, más tarde en coche, y este hasta llenarlo –siete plazas-. Primero una hija, más tarde se incorporó otra y otra más. Cuando la mayor terminó le llegó el turno al pequeño, etcétera. Desde septiembre de 1993 hasta junio de 2014.
Ahora estoy jubilado de esa exigente actividad, salvo alguna posible incursión esporádica. Por esta razón he acudido a la Seguridad Social a solicitar mi pensión. Me han informado que verde la han segado. Entonces he acudido al SEPE, antiguo INEM para, por lo menos, cobrar el desempleo. Ni montando el pollo, modalidad gitana, he conseguido nada.
Le he comentado a mi mujer que necesito más años de cotización, que con los veinte trabajados no me llegan. ¡No nos quedan niños! –ha exclamado ella. Non problem -la he informado mientras me iba quitando la ropa-. Sin embargo, no sé qué le ha pasado al arroz que me he tenido que vestir de nuevo.
He barajado también la posibilidad de adoptar.
Los antiguos romanos adoptaban también personas mayores. Por ejemplo Julio César adoptó como hijo a Brutus. Era una práctica muy habitual cuando no se tenían herederos o los hijos propios eran unos cabrones. Desconozco si eso es posible ahora, pero no tiene pinta. Al presente los hijos saquean e insultan a sus padres y después, con suerte, les meten en un asilo. Sin embargo, la idea es buenísima. ¿Para qué adoptar un chaval de cuatro años, que solo genera gastos, pudiendo adoptar una treintañera interesante con posibles económicas y el arroz todavía en su punto?
Tendría que cambiar la cama, pues los tres no cabríamos en la actual. Yo iría en medio para así poder dar satisfacción a diestra y siniestra. Sin embargo, estar en medio, sin apenas espacio vital, me agobiaría una enormidad y, además, me quedaría sin mesilla. Quizá con un turno rotatorio…