Hilario Cantero Ruano era un mentecato. Así opinaban su padre, su madre, aunque con algún matiz, y las demás personas del pueblo. La fatuidad de Hilario C. no procedía de una genética deficiente, ni siquiera de los años desaprovechados en la escuela con don Saturnino, sino que su tontuna procedía por estar lleno de presunción, es decir, de una vanidad infundada y ridícula.
Por esta razón a ningún lugareño extrañó que afirmase que se marchaba a la ciudad, a buscar fortuna. El veredicto concluyente sobre este proceder lo resumió doña Amanda cuando, a través de la ventana de la carnicería –trescientos de york del bueno y medio de chope del barato, que este es para mi marido- le vio subirse al autobús de línea:
– ¡Pero qué tonto es este chaval!
Y es que la familia de Hilario poseía tierras de labor, la vaquería y la cafetería Bernabé en subarriendo.
Hilario C. en la ciudad se hospedó en el hostal Viuda de Santamaría, en una habitación pequeña y con un constante olor a vegetal recocido, principalmente coliflor. Pasadas un par de semanas de su llegada encontró trabajo como ayudante de un repartidor de revistas y periódicos. Hilario se pasaba la madrugada y la mañana en un sube y baja de la furgoneta Renault, aquí dejo las revistas nuevas y me llevó las viejas y ¡qué no se te olvide pillar el albarán! Por este contacto cotidiano con las palabras impresas, Hilario pensó que bien podría hacerse escritor, primero de novelitas del oeste con ilustraciones y después, cuando controlase bien las palabras y las frases, novelista de éxito, de los de tapa dura y espacio en los escaparates.
Pasados tres meses, por ese constante sube y baja del material impreso, la espalda le chasqueó y se negó a erguirse, quedándose Hilario más doblado que una escuadra, es decir, un lumbago de tres días en la cama y dos semanas sin trabajar, es decir, muchacho te has quedado sin trabajo –concretó su jefe, el dueño de la Renault.
Hilario Cantero Ruano había adquirido una Olivetti de segunda mano en la que al marcar la “h” saltaba la “i”, pero que no le importó demasiado, pues siempre había detestado la “h”, inútil del todo e incomprensible cuando estaba en mitad de una palabra: zanahoria, cacahuete, alcohol, almohada, etcétera. Hilario aprovechó su convalecencia para comenzar su carrera artística.
Dos meses después, al no haber pasado del primer folio de notoriedad y éxito, encontró trabajo de aprendiz de sepulturero, otro trabajo que requería mucha espalda. El capataz le instruyó adecuadamente el primer día, para que se olvidase de laborar con los riñones: “en este trabajo debes tirar de piernas en cuclillas, esto es, que las asentaderas se acerquen al suelo o descansen en los calcañares y después fuerte para arriba. Pero que, por si acaso, te compras una faja Ocean para sujetarte bien las vísceras”.
El trece de mayo, festividad de san Roberto Belarmino, mientras descendían al sepulcro el ataúd de Tadeo Úbeda, Hilario sujetando la maroma por el lado izquierdo, la ciática se le pinzó, pese a la Ocean, y la cuerda se le escurrió un tanto. Entonces, todos los operarios, soltaron amarras a la vez, para que el ataúd cayera al fondo, menos Hilario que andaba más pendiente del dolor que del empleo, que a la postre fue lo que perdió, quedándole el cuerpo con un frío como de muerte.
Hilario hubo de regresar a su casa, más pobre que las ratas, seis meses después de su marcha. La tontuna no le había desaparecido del todo, pero sí, por lo menos, para conseguirle una mujer.