Me llamo Cecilia Scott Hardy, soy una preciosa señorita del condado de Sheffield, afamada escritora de libros de cocina y acreditada crítica gastronómica de la revista The Kitchen Journal. Vergonzosamente diré que ocasiono afecto entre las mujeres pues las instruyo en doblegar a sus maridos por el estómago y respecto a los hombres indicaré que me sobra con parpadear aventándolos mientras les hago un mohín. Sin embargo, no soy del todo dichosa, y es que sufro un grave desequilibrio que me inhabilita para ser razonable: ante una exquisita comida o un buen vino mi entendimiento y mi voluntad se malogran, se invalidan.
Mis desdichas comenzaron durante aquella comida que tuvimos a mediados de mayo, tras la reunión de trabajo en la editorial. A fuerza de ser sincera debo indicar que la historia realmente empezó una tarde de octubre en que departía con mi madre en la cocina de casa mientras ella preparaba un puré de verduras con alcaparras. Recuerdo que desgranaba unos tirabeques cuando comentó: “Querida Cecilia, ahora que eres famosa quizás fuese oportuno que tuvieses un representante”. “¿Y para que me ha de servir?”, la contesté asombrada.
Por esta razón en la reunión de mayo ya tenía una representante, Julietta H., que maquinase, conchabada con el editor, contra mí. La muy aviesa esperó justo a que terminase la sopa de tomate para tratar de persuadirme de que mi creatividad se había vuelto perezosa, que mi último libro no aportaba innovaciones, que las recetas comenzaban a resultar fatigosas pues los platos carencia de esnobismo. Para cuando terminé el pastel de perdiz al caramelo ya me encontraba derrotada, pues mi voluntad durante la comida se nubló.
Un mes después me embarcaba en aquel lujoso crucero por los países escandinavos, en busca de la iluminación, de recetas inéditas. La canalla de Julieta incluso se había sentido autorizada, mientras me despedía en el muelle de Plymounth, para proponer un título para el nuevo recetario todavía sin páginas: “Recetas refrescantes para el estío ingles”. ¡Vaya imbécil!
La tercera noche en el crucero cenamos un grupo de pasajeros en la mesa del capitán Jefrey Q. A mí me habían sentado frente a un patán, John Henry, quizás con la intención de que ulteriormente nuestros dos cuerpos terminasen por unirse en una sola carne. Sin embargo, lo que los demás desconocían de John Henry era que bajo ese pomposo nombre se ocultaba Madame Cooki, la crítica gastronómica de la revista Daily News. John Henry aprovechaba el seudónimo de Madame Cooki para provocar el espanto hasta en los más reputados cocineros, escritores o críticos gastronómicos. Ella había vapuleado mi cuarto recetario llamándolo “vulgar saco de arpillera relleno de mondas de patatas” y “comida que despreciarían hasta los gatos italianos”. Aún así el libro se vendía bien, pero mi honor culinario quedó en entredicho. Por tanto John Henry o Madame Cooki acumulaba mucha culpa de que Juliette H. se empeñase en embarcarme en este destierro acuático.
Durante la cena, y para colmo de ofensas, al muy bobalicón y desastrado no se le ocurrió otra cosa que comerse las berenjenas con nueces y parmesano con las manos. La otras señoras no aguantaban la risa al verle tan inepto y tampoco paraban de mirarme como si yo tuviese algo que comentar de tan grotesco comportamiento. Después de las berenjenas nos sirvieron el salmón al grill con salsa de manzana que comenzó a perjudicar sobremanera mi comportamiento, pero no fue hasta el ragout de conejo con hongos cuando perdí definitivamente el oremus. A partir de ese momento mi raciocinio careció de lógica, sí bien respecto a John Henry el asunto no admitía dudas: era odioso en su trabajo y repugnante como persona hasta extremos insufribles para una señorita.
Tras la cena habían organizado un baile de máscaras. Animado por el borgoña Coté de Nuits, el coñac Napoleón y los comentarios picantes de algunos hombres, John Henry se llenó de presunciones hacía mí, por lo que no paraba de importunarme por todo el salón. Por fin, no tuve otro remedio que concederle un baile para que no sospechase que conocía la verdad sobre su doble de identidad. Su aliento, aun con máscara, era como el vapor de una bodega del Valle del Loria; con su pelo, de tan grasiento como aparecía, se podría llenar una almazara; pero lo más nefasto resultaron sus manos pues todavía portaban el pringue y el olor de las berenjenas. Nunca podrá desagraviárseme lo suficiente por sufrir su presencia ni por la desgracia de haberle conocido en persona. Por eso, fuera de mí, y todavía bajo la influencia de la maravillosa cena, juré vengarme de ese asqueroso por tal oprobio.
Continuará