Restaurante Casa Bernadette (parte I)

Soy Amelia Láinez y hace dos semanas estuve medio muerta. Si creyese en ella, afirmaría que me encontré a punto de conocer la otra vida, que en este mundo no me pudo quedar más allá de un rato. Me descerrajaron dos balazos de frente y una cuchillada por lacuchillo 6 espalda. Por ello, acabé tumbada boca abajo en la mesa de la cocina del restaurante Casa Bernadette, mientras la ensalada de alcachofa y el flan de café ocupaban mi lugar en el suelo; y la olla, el exprimidor y los pucheros brincaban por toda la habitación. El balazo de la pierna no parecía mortal, la cuchillada que me atravesó el pulmón derecho desde atrás probablemente terminase conmigo a medio plazo, pero lo definitivo fue, sin duda, el balazo que me reventó las tripas. El pulso, la sangre, se me escapaban por tanto orificio como me hicieron y a ninguno de los presentes pareció importarle demasiado. Lógico, ellos dos me habían dejado así. Ellos se limitaban a esperar que lo que emprendieron terminase su propio curso.

     Ellos se llamaban Ramoncete y Jacinta Alba, el matrimonio propietario del restaurante 4restaurante Casa Bernadette. Ese día se mostraron suspicaces conmigo al enterarse de que, por iniciativa propia, les estaba refinando la clientela. Me pillaron porque la tensión que me provocaba el examen de mineralogía que tenía por la tarde, provocó que me descuidase en mi procedimiento de eliminación y que por ello introdujese el cuchillo de la carne por el oído derecho de aquel oficinista tan grosero, que no paraba de quejarse por su entrecot a la pimienta. Por eso el matrimonio y yo nos enzarzamos en la cocina, nos gritamos y sacamos a relucir aspectos desagradables de cada cual. En ese punto ya no pude aguantar más su desagradecimiento y su falta de comprensión.

    Hace dos semanas, me encontraba abatida por arma de fuego sobre una mesa de cocina, esperando que la inconsciencia me atrapase, que todo acabase tras un gemido, pero la definitiva pérdida no se decidía aparecer. El matrimonio Alba, por su parte, no se mostraba dispuesto a acabar su trabajo. Tendríamos que esperar.

       Al poco, escuché alboroto a lo lejos. Poco a poco se acercó el ruido, hasta convertirse en las sirenas de varios vehículos. Después de todo, alguien anónimo, seguro que algún cliente del otro lado de la puerta, había practicado la caridad conmigo avisando a la policía. Claro, no me conocía. Varias manos, acompañadas de voces y susurros, me levantaron de la mesa y me colocaron una mascarilla. ¡Una lástima!, pues morir encima de esa mesa de cocina hubiese resultado perfecto. En el hospital una doctora y varias enfermeras no me permitieron morir. Claro, tampoco sabían nada de mí.

 hospital  Hoy, que me encuentro tumbada en una cama de ese hospital, busco una razón que justifique tener que arrancar de nuevo. Si entonces me di por muerta, ¿para qué otro esfuerzo? Mejor hubiese sido dejarlo todo como entonces. ¿Qué deberé hacer de hoy en adelante? No han pasado demasiadas cosas relevantes en estas dos semanas que me animen a un nuevo principio. Intuyo que el tener dudas y el plantearme cuestiones con un resultado tan pesimista sea la razón por la me encuentro atada a la cama por unas cinchas de cuero, de esas tan anchas y alargadas.

       Esta mañana me ha informado la doctora que en un par de días me darán el alta hospitalaria. Entonces regresarán esos policías para llevarme a la prisión. Ya estuvieron por aquí un sinnúmero de veces, para preguntarme las razones de mi actuar y solicitarme toda la información que mi cerebro maltrecho recordarse. Los encontré inquietos, indagaban con apremio sobre la existencia de otros cadáveres pretéritos, en alguna otra ciudad. ¿Acaso no tenían bastante con cinco? mano 2¿Para qué iba a matar a nadie con anterioridad si no me habían provocado para ello? Se lo relaté todo, pues se portaron conmigo muy amablemente, como si en vez de ante una mujer letal estuviese con su hermana pequeña recién operada de apendicitis. Además, como en un periodo corto de tiempo volvería a estar muerta, esta vez encima de una silla eléctrica, ¿para qué callarme?   continuará