Restaurante Casa Bernadette (parte II)

Les conté a los policías que los antecedentes de tanto trastorno seguramente no importaban por irrelevantes, que todo comenzó de improviso, sin yo quererlo y ni siquiera buscarlo, cuando ya no aguanté más a tanto cabrón como me importunaba. Dudo que me creyesen, por lo que seguramente antes de freírme el cerebro tendré que hablar con un montón de psiquiatras. Pero yo les dije la verdad: que aquello principió hacía poco tiempo cuando me estrené como camarera en el restaurante “Casa Bernadette”. Les conté, en contra de su lógica suposición, que el trabajo me agradaba, que no me resultaba pesado, que me daban cuantiosas propinas, que comía gustosamente e incluso me quedaba tiempo para continuar con mis estudios de biología. Además, los dueños, Ramoncete y Jacinta Alba, me trataban cariñosamente. Por esto la policía no entendió que intentase matar al matrimonio, que me hubiese enfrentado a los dos en aquella cocina con solo un pincho de horno, en una batalla perdida, en vez de, por ejemplo, intentar huir. Yo les apreciaba y me costó bastante intentar ensartarles, pero es que no pude soportar más que me chillasen y abroncasen por haber librado al restaurante de cinco clientes bochornosos.

           También me visitó el capellán del hospital. Venía, según me comentó, para animarme a que pasase de un extremo al otro, a que me arrepintiese y a que pidiese perdón.  Yo le comenté que ya tuve un cambio, que hacía dos meses el timón de mis afectos se rompió, que antes de iniciar la eliminación de los cretinos del mundo mi carácter era muy distinto, pero que un montón de idiotas me empezaron a agobiar y ducha 2.jpgentonces mi antiguo carácter se escapó por el sumidero de la ducha junto a unos trocitos de jabón y un montón de pelos. Por ejemplo, aquel seboso, el de las uñas cuidadas y el aliento repugnante, el que sentaba siempre en la mesa siete, el que me asaltó en el parking del restaurante para proponerme sexo en su hostal. El muy babas acudía a cenar casi todos los días y siempre pedía lo mismo: arroz salteado con verduras y los huevos revueltos con ajos tiernos.  Un día, asqueada de la mirada lasciva de sus ojillos miopes y los demás agravios acumulados, decidí condimentarle el arroz con algo distinto, para que se le enfriase el calentón, y nunca regresó al local. O aquella señora de moño enhiesto y zapatos de charol que en un aspaviento me derramó encima el besugo asado con salsa de piñones y después se atrevió a montarme el besugonumerito chillando, gesticulando e insultándome. En su siguiente visita, su ensalada de espinacas tempranas debió saberle más picante que de costumbre. Supongo que unas horas más tarde terminarían sus asquerosos balidos para siempre.

           Yo le contaba quedamente al sacerdote estas cosas para que me comprendiese.  Le pedí que compartiese mi deleite y se imaginase a esos desgraciados cuando por la noche comenzasen a encontrarse fatal. Seguramente lo primero sería preguntarse qué comida les había provocado esa cuantiosa diarrea: tendrían espasmos en las entrañas y realizarían visitas apresuradas al baño, para alguna de las cuales seguro que no poseerían la suficiente velocidad. Algo más tarde les llegarían los sudores fríos, las sacudidas en el sofá por las aguijones de tormento en el estomago y los vómitos descontrolados en el barreño. Después llegaría el delirio y el pánico, la lengua se les hincharía como cuando el brécol se encuentra muy pasado y se pondría tan negra que con ella se pondría embetunar los zapatos. Al final del proceso, tendrían unas convulsiones tan violentas que ya no les permitirían ni concentrarse para rezar y notarían como si se les quebrase el espinazo.cadaver 2 ¡Y por fin, la muerte! ¡Joder, vaya deleite! El sacerdote se escandalizó sobremanera ante mi hermoso relato. ¡Vaya trabajo de mierda el suyo, todo el día comiéndose los mocos de los demás!

           Ahora me visita Jacinta Alba, la dueña del restaurante “Casa Bernadette”.  Intuyo que pronto podré sentir mi segunda muerte, que ella desea adelantarse a la freidora humana. No me importa demasiado, de la otra vez me ha quedado curiosidad. Comienza asesinadiciéndome que ellos me han perdonado, que han asumido lo que les hice, que empezarán en otra ciudad, que ha venido a despedirse. ¿Y de los dos balazos y la cuchillada no dice nada? Creo que algo deberé comentarle sobre tanto ensañamiento como tuvieron conmigo, para que yo también les perdonase y así quedemos en tablas. De todas formas, si comparo mis dos balas y la cuchillada con la pérdida de su vulgar negocio, me parece que todavía me tocaría darles algo más sin que tuviesen motivo para quejarse.  Jacinta me enseña un cuchillo enorme, es uno de los hermanos del que me hundió en la espalda. Al final parece que ha optado por acabar el trabajo chapucero de la otra vez. ¡Menudo rencor guarda en su alma! ¿Acaso no empezó la charla hablando de perdón? Jacinta me ha desplazado el camisón y su dedo índice se ha situado debajo de mi pechuga izquierda, allí donde se encuentra el corazón. En la otra mano sujeta el cuchillo de hoja desmesurada y puño negro tachonado de metal. Ella se ha puesto a hablar y hablar, y yo no la he escuchado más. Si me va a matar, ¿para qué atenderla?, ¿para morir con dolor de cabeza?

FIN