Algunas obras de arte, me refiero a las representaciones pictóricas, los grabados, las fotografías, las esculturas, los bajorrelieves, los tapices, etcétera deberían tener fecha de caducidad, algo parecido a la fecha final de la patente de un medicamento; cien años, por ejemplo. Entonces, una obra de arte en esa fecha final, al término de su durabilidad, desaparecería, se extinguiría. Me refiero a que, por ejemplo, el autorretrato de Van Gogh pintado en 1887 al llegar a 1987, cien años después, se habría desvanecido, inexistiría, habría desaparecido él y cualquier prueba gráfica de su existencia -copias, fotografías, ilustraciones, referencias pictóricas en libros, catálogos…-. Solo las referencias escritas -libros, catálogos, etc.- de su existencia perdurarían.
Por esta regla, el Museo del Prado no expondría ninguna de sus obras actuales, sino cuadros pintados con posterioridad a septiembre de 1917 (las gallinas que entran por las que salen); el Museo Thyssen habría renovado ya la mitad de su colección y el Museo Reina Sofía continuaría igual de espantoso.
Esta es la solución adecuada para que incipientes e inexpertos artistas como yo tengan alguna posibilidad de ganarse las lentejas con un mínimo de dignidad.