El inescrutable Desmond (1ª parte)

Hace un mes leí que la revista americana Man and Home había realizado una encuesta a cien personas de la residencia para mayores Weather, en Oregón. La revista preguntó a los residentes sobre la vida que habían llevado: si pensaban que fueron felices, con qué familia continuaban tratándose, qué proyecto ilusionante no llegaron a realizar, qué hubiesen cambiado de su existencia, cómo enjuiciaban su biografía… A la semana, uno de los encuestados se suicidó y, antes de cumplirse el mes, otros dos más le imitaron, también desaparecieron cinco ancianos de la residencia y a otros tantos hubo que medicarlos con fuertes ansiolíticos.

       He considerado estos días que si me hubiesen realizado a mí la encuesta desconozco que hubiese respondido; en cualquier caso, hubiera necesitado pensarlo largamente. Para ser sincero, también debería haber aclarado al entrevistador que, por extraordinario que parezca, yo he tenido distintas vidas, la mayoría exitosas e interesantes, aunque también fueron, todas ellas, una tremenda mentira. Por ejemplo, la de esas representaciones llamadas Desmond Moris o Margaret Ross o Raúl Torres, etcétera.

       Mi farsa comenzó cuando llevaba siete años trabando como administrativo en las oficinas centrales de la multinacional Noxxer. Mi trabajo consistía en gestionar los viajes billetes de avión de los altos ejecutivos de las oficinas centrales, la reserva en los hoteles y en los restaurantes, el alquiler de vehículos, los regalos de empresa, etcétera. Ese año en la cena de Navidad de la empresa, en un corrillo con el presidente, probablemente por mi bisoñez y las muchas copas que había tomado, tuve el atrevimiento de comentar que yo disponía de un plan, aún una intuición, que podría ahorrar decenas de millones a la compañía. Todos estallamos en risas, mi jefe volcó su copa del sobresalto, un compañero aprovechó para colar un chiste ordinario y el presidente aprovechó, tras echarme una mirada, para despedirse y encaminarse al siguiente grupo de trabajadores. Unos días después el presidente me citó en su despacho.

       A los pocos días fui trasladado a un departamento unipersonal de nueva creación que dependía directamente del presidente. Nunca más acudí a la oficina, trabajaba exclusivamente desde mi casa. Mi trabajo consistió en crear un empleado virtual. El ciudad del caboresultado fue Desmond Moris, un joven directivo residente en Ciudad del Cabo, que pasó a dirigir el negocio de maquinaria pesada en África y el sur de Asía. En las oficinas de Ciudad del Cabo, se encontraba su despacho, pero él nunca aparecía por allí, pues se afanaba en continuos viajes y reuniones, un director a pie de calle, pulsando directamente el mercado, cuatro, cinco, seis días fuera de su ciudad. Desmond el viajero, el que se comunicaba siempre por la intranet de la empresa o por video-conferencia o por teléfono o por email.

       Yo era el que me encargaba de todo el negociado de Desmond Moris: fijaba los objetivos anuales de la división, delegaba el cierre de una fábrica, ordenaba ajustar las plantillas, incentivaba a los comerciales… Por supuesto, Desmond despachaba en Chicago directamente con el presidente. Desmond siempre justificaba sus ausencias de última hora a las reuniones o a las citas con los empleados o con los clientes o con alguna autoridad. Nadie en la organización conocía personalmente a Desmond Moris y los que lo afirmaban era para alardear, pero, por supuesto, era mentira. Desmond Moris el implacable ejecutivo al que todos respetaban y temían, del que se comentaba que sí cancelaba su asistencia a última hora tanto mejor, aunque eso supusiese no llegar asin rostro 2 conocerle. Yo era el que pagaba el hotel, donde nunca dormía; sus facturas, por compras y servicios no gastados; sus vacaciones, no tomadas; el alquiler de su casa, siempre vacía. Y todo eso desde mi mesa de trabajo, con el ordenador, en el salón de mi casa.

      El inescrutable Desmond Morris.