El inescrutable Desmond (2ª parte)

A los tres años ingresé en la compañía a Margaret Ross la cual pasó a ser la directora para el nuevo departamento de accesorios para vehículos en Estados Unidos y México. La inteligente y sutil Margaret, la apadrinada por el presidente, con su ático en la calle cincuenta y tres de Manhattan y sus célebres fiestas. No eras nadie en la empresa sino acudías a esas fiestas. Margaret la incansable viajera.

       Llegué a trabajar simultáneamente con cinco personajes a mi cargo, cinco altos directivos a pleno rendimiento y altamente eficaces todo a cambio del salario de un jefe de departamento. Con los años descubrí a otros “coordinadores de presencias” y ellos me encontraron a mí. Entonces el trabajo resultó más arriesgado y fascinante, pues nos confabulábamos parapresencias dinamitar las existencias ficticias ajenas. Lógicamente, pasado un tiempo, debía desmantelar el personaje creado, anular esa vida, borrar todo rastro de esa existencia tan adecuada. Así, mis personalidades renunciaban al trabajo en la empresa o morían en un accidente o una enfermedad terminal acababa con ellos en tres meses o, con demasiada imprudencia, me secuestré por una guerrilla africana. Tengo el convencimiento en que hubo un momento que nadie, ni siquiera el presidente, llegó a saber cuántos de sus directores eran reales y cuántos virtuales.

       He pasado muchos años de dedicación enfermiza a mis singularidades.

       Ayer estuve atareado: rompí el techo del salón por encima de una las vigas y pasé por ella un par de metros de gruesa cuerda. También escribí una carta para el editor de la revista Man and Home, para contarle el padecimiento inmenso que nos ha causado a tantas personas por su reportaje. Hoy he guardado los documentos de todas las personas inventadas. He almacenado todos los recuerdos de mis personalidades, los viajes no realizados, las familias inexistentes, las fotos, los regalos… en cajas de cartón sin nombre.

        Ahora me encuentro esperando, sentado en la butaca de mi salón, la que tiene una funda estampada verde. De la viga del salón cuelga preparado el futuro, ocioso, con leves balanceos, mientras la banqueta coja del baño espera debajo. Me estrangularé con la cuerda en unos minutos.

       Me incorporo de la butaca y me alzo en la banqueta, aunque todavía falten dos minutos, pues no deseo retrasarme. En todas mis existencias he debido ser tan rigurosamente puntual que me incomodaría no serlo ahora. Me hubiese gustado tener de quiénahorcado despedirme, quizás una mujer rolliza de pelo cano y dientes separados o un hijo con el que por fin me hubiese reconciliado o un amigo de la universidad con quien beber las últimas copas, a la postre alguien que se afligiese en mis cenizas. Nos ponemos la soga alrededor del cuello, doy una patada al taburete y nos retorcemos con patadas y espasmos hasta morir.

maletaCojo la maleta, me coloco el gabán y la gorra canadiense, pues en la calle cae aguanieve.